El hombre tranquilo

Per Wenley Palacios

Hace 200 y pico años, el Rey permitió a Napoleón que ocupara España. Se alzó el pueblo de Madrid, el alcalde de Móstoles, el Palleter en Valencia y otros muchos héroes populares y militares de no alto rango. Pidieron ayuda a los ingleses, al mando de Wellington, para que les ayudase a derrotar a los franceses. Volvió Fernando VII, el Deseado, anuló la Constitución de Cádiz y fue tan odiado que tuvieron que venir 100.000 soldados franceses, los Hijos de San Luis, a mantenerlo en el trono. Desde entonces nuestras milicias han formado en dos bandos y uno ha luchado contra el otro. Nuestros generales, esos que dan nombre a muchas de las calles y plazas de ciudades y pueblos de toda la geografía española, ganaron su batalla luchando contra españoles. Esto ha seguido así hasta el fallecimiento del general Franco. Tuvimos un imperio donde no se ponía el sol, nuestros soldados siempre ganaban y unos puñados de hombres conquistaban países enteros, los civilizaban, cristianizaban y les daban nuestra lengua, en América y otras partes del mundo. Todo eso terminó en el año 1898. La generación de ese año vio perder las últimas colonias en Cuba y Filipinas. Aún quedó España enredada en una guerra en Marruecos, que si en un momento pareció dominada, posteriormente, mientras agonizaba el último dictador, el Rey moro nos montó la Marcha Verde e hicimos el habitual ridículo de los últimos siglos.

Al alborear el siglo XX, aquel proyecto común de todos los españoles, que venía engarzado en el imperio español, se desmembró también anímicamente. Unos catalanes se inventaron una historia irreal y hablaron de independencia, los vascos copiaron de ellos y luego los gallegos. Ahora nos encontramos, después de una generosa transición democrática, que en Madrid estamos gobernados por un partido, que hay otro en la oposición y en los extrarradios suelen mandar los reyezuelos de las 16 taifas autonómicas. Todos ellos personajillos que no se han planteado nunca cuál es el bien de España o de los españoles, sino únicamente cómo llegar al poder.

Muchos pensaban que el sentimiento de ser español ya no existía. Un día 23 muchachos al mando de un hombre tranquilo, que durante años los ha seleccionado, entrenado e incluso educado, que juegan de memoria y practican el mejor fútbol, han ganado la Copa del Mundo. Jóvenes y viejos han salido todos a la calle, hombres y mujeres, con su camiseta roja y envueltos o agitando la bandera rojigualda. Además de oírse “oé”, “campeones” y “a por ellos”, prevalece un grito nuevo “yo soy español, español, español”. Esa necesidad de sentirse ligados a la patria y orgullosos de lo que ha hecho la selección española de fútbol, no se puede contener en los corazones y se ha exteriorizado en Madrid, en Andalucía, en Cataluña, en el País Vasco, en cualquier ciudad de las autonomías españolas. Es un sentimiento nacional que no tiene nada que ver con las marrullerías del señor de la Moncloa, ni con la empalagosa prudencia del señor que sueña con llegar a ella, ni con los infames mercachifles que dirigen la política catalana y los que han dirigido alguna otra autonomía del extrarradio.

El diagnóstico es sencillo, no se trata del fútbol, ni que la política no interese a la gente. A la gente, le entusiasmaría que aparezca un hombre tranquilo, como lo es Vicente del Bosque, que elabore un plan para que España vuelva a ocupar su puesto en el conjunto de las naciones, como potencia respetada, dentro de nuestras limitaciones geográficas y de habitantes. Un plan donde se elija a unos gobernantes para dirigir el juego de todos los españoles, sin jugadas sucias, sin patadas, sin zancadillas, sin mentir nunca. Entonces, cuando los españoles veamos que alguien tiene un plan y nos explique a dónde vamos, a dónde nos conduce ese plan, qué “copa del mundo” vamos a conseguir. Cuando veamos que eligen a los mejores, con independencia de su procedencia, de su altura, de su habla materna y de quien es su amigo; y que son capaces y están, día a día, trabajando por el país, entonces los españoles volverán a confiar en sus gobernantes.

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Las cualidades de la lengua valenciana son: su brevedad, la abundancia de monosílabos, la suavidad y la cantidad de palabras de origen árabe, griego y latino
Carlos Ros Hebrera

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